Relato de terror: última voluntad


 

Vista desde arriba, la fila de gente parecía un grupo de hormigas que desfilase en busca de comida. Pedro respondía de forma mecánica mientras estrechaba las manos, tomaba aquello como algo obligado, pues para nada le apetecía estar allí, recibiendo el pésame de tantos desconocidos, lo único que deseaba era estar en casa llorando la muerte de su esposa.

Delante de él, sobre un pedestal, estaban las cenizas de la fallecida, hubiera preferido enterrarlo, pero el cadáver había quedado en bastante mal estado debido a que el cuerpo había sido defenestrado en vida y por propia voluntad.

Sabía que su esposa no era precisamente la persona más optimista ni alegre del mundo, pero él la amaba con todo eso, con toda su tristeza y sus estados depresivos transitorios. Toda esa sombra que pesaba sobre ella se había creado debido a que de joven había sido agredida brutalmente por unos desalmados, los cuales quedaron libres de aquel horrible acto, el ataque sucedió en un lugar apartado, desierto incluso, sin ningún testigo, además, el juicio fue aparatoso debido a un tribual que parecía de pueblo, con pruebas trastocadas y manipuladas indebidamente y un abogado de oficio, por ese tiempo no podían pagarse uno privado, que apenas se esforzó en hacer su trabajo, un funcionario más, en pocas palabras.

Tras el sepelio, Pedro recogió las cenizas de su mujer y se marchó a casa, no durmió en toda la noche, sentado a la mesa, observó viejas fotos de su vida pasada con la urna con las cenizas delante de él y una botella de whisky a su alcance.

Al día siguiente, una llamada telefónica lo despertó, el sueño le había vencido sobre una mesa llena de buenos y pasados recuerdos.

--¿Sí?—respondió.

--Señor Serrano—escuchó una voz de hombre—Soy el albacea de su esposa.

Pedro frunció el ceño, ignoraba que Susana tuviera nada de eso, pues jamás había tenido nada suyo, vivía con él y él la mantenía.

--Me gustaría que viniera a mi oficina a solucionar un asunto sobre su mujer.

Pedro accedió y se reunió con él dos horas después.

--Antes que nada siento su pérdida—dijo el abogado—Susana era una mujer estupenda

Pedro se preguntó cuánto conocía aquel tipo trajeado a su esposa.

--¿Por qué me ha llamado?—le preguntó—No sabía que Susana hubiera hablado con usted.

--No tenía posesiones, como ya sabrá—dijo el abogado—Pero si una última voluntad.

--¿Una última voluntad?—se extrañó Pedro.

--Si—dijo el albacea—Y está especificada en este sobre.

Le tendió un sobre blanco, Pedro lo cogió y lo abrió nervioso, Susana lo había escrito de su puño y letra, algo que hizo que sus ojos se humedecieran.

“Amado esposo”

“Si estás leyendo esto es que no he sido tan fuerte como debiera, te pido que me perdones. Sé que mi hueco será difícil de llenar, pero quiero que me hagas el favor de ser feliz, vuelve a casarte y ten los hijos que no pudimos tener.

Quiero que me hagas un último favor, y por favor te pido que por muy extraño que te padezca lo lleves a cabo, existe una montaña a las afueras, de la cual te dejo un mapa para que puedas llegar fácilmente, quiero que esta noche, a las diez y media, procurando ser exacto con la hora, subas a lo alto de esta montaña y lances mis cenizas al viento, sé que te parecerá raro o incluso te negarás a hacerlo, pero yo estaré contigo siempre, mis cenizas no son más que restos míos, restos que ya no sirven.

Lo único que debes saber es que siempre estaré a tu lado y que siempre te amaré.

Susana”

--¿Y está es su última voluntad?—preguntó sin dejar de mirar la carta.

--Si—dijo el abogado—Y fue muy específica en que la llevase a cabo.

Pedro se levantó, no podía negarle nada al amor de su vida, incluso ahora, no podía.

--Si es lo que ella quería—dijo—lo haré.

A la hora establecida, Pedro condujo sin problemas hacia la montaña, la cual era solo un peñasco rocoso sobresaliente de la tierra, una vez arriba miró hacia el horizonte, era una altura considerable, a pocos kilómetros había un bar de carretera donde había varios camiones aparcados, con su luz de neón parpadeando para llamar la atención de cansados conductores.

En el borde del precipicio, abrió la urna y miró las cenizas de su esposa.

--Adiós, amor mío—dijo—Siempre te querré.

Y tal y como le había prometido, esparció las cenizas al aire.

Una brisa las meció levemente y se alejaron de él, después estuvo algunos minutos allí, observado el paisaje, comprendió porque Susana había elegido ese lugar, podía verse toda la ciudad y una luna espléndida coronándola, se respiraba una paz como pocas veces ella había disfrutado en vida.

No muy lejos de allí, en el bar de carretera, cuatro hombres salían de él, eran toscos y rudos, conductores de camión, expertos en pasarse las noches en vela, conduciendo por lo más profundo de la noche.

--Y yo le dije—reía uno de ellos—Vas a comerme la polla o si no ye reviento, puta.

Los otros dos rieron, aquello les resultaba divertido.

--¿Os acordáis de aquella vez?--dijo otro—Esa tía morena, como le dimos..

--¿La que encontramos cuando salía de pilates? ¡Cómo olvidarla!

--Cuando terminamos no podía ni andar, y encima va y nos denuncia.

--¡Y cómo lloraba en el juicio! Eso le pasó por puta...

El viento llevó un puñado de polvo hacia ellos, algo que vieron normal por esos lares, pero aquello no era polvo, era ceniza.

Uno de ellos sintió como entraba en su boca, pero él era un hombre valiente y grande, el polvo del camino no le amedrentaba, no obstante, sintió como el aire le faltaba a causa de este polvo que, extrañamente, no sentía como tierra.

--Mierda—farfulló—Maldito polvo hijoputa.

Tosió, se llevó una mano al pecho y se detuvo, sus dos amigos se acercaron a él, el hombre tenía la cara enrojecida y la boca babeante de intentar coger aire.

--¡Esta teniendo un infarto!—dijo uno de sus colegas.

Le tumbaron en el suelo y uno de ellos sacó su teléfono, una brisa con ceniza le cegó, apartó la mirada y movió la mano como si espantase a una mosca, retrocedió, aquella nube grisácea parecía no dejarle en paz, los otros dos tipos le miraban extrañados, sin saber qué hacer.

--¡Cuidado con la carretera!—gritó uno de ellos.

El tipo se detuvo, pero sin dejar de mover las manos, vio unas luces y escuchó el claxon de un vehículo, pero nada más, el camión lo golpeó con fuerza haciendo que sus dos amigos gritaran horrorizados, como un animal salvaje que envistiese a su presa.

La nube de ceniza se volatilizó, el camión dio un volantazo y giró casi en redondo, derrapando, el conductor apenas podía controlar el volante, como si este estuviera siendo manejado por unas manos invisibles, vio como el vehículo se precipitaba rápidamente hacía los dos hombres, pisó el freno, pero este no funcionó.

Uno de los hombres se apartó a tiempo, el otro, que aún estaba en el suelo, vio como el gigantesco monstruo de hierro se le venía encima, la gruesa rueda pasó por encima de su tórax, se produjo un sonido que le helaba la sangre, como si alguien hubiese pisado un sobrecito de kétchup.

El camión se detuvo despacio, como si su batería hubiera muerto, dentro, el conductor estaba tembloroso, pálido, pensado en la que le iba a caer encima.

El hombre que quedaba vivo estaba paralizado, petrificado al igual que el conductor, ante su atónita mirada, una nube de lo que le pareció polvo, se detuvo ante él y comenzó a tomar forma.

Cuando vio a la mujer que, casi inmaterial, como si fuera modelada por la ceniza, estaba delante de él, su corazón se congeló, recordaba perfectamente a aquella mujer, joder, ¡Si habían estado hablando de ella hacía escasos minutos! Recordaba como le habían dado una paliza y la habían violado hasta cansarse, como en el juicio habían aguantado sus palabras envueltas en llanto, creía recordar que jamás había vuelto a ser la misma, que incluso ya no podría engendrar vida, que necesitaba una colostomía para continuar viviendo, que era carne de psiquiatras.

Y todo eso les había hecho gracia, como detalles de una victoria que ellos habían conseguido.

--Lo siento—dijo—Por favor, lo siento.

La nube se disipó, perdiéndose en el aire, el hombre se preguntó por qué le había dejado con vida y si de verdad no pagaría por sus actos más adelante. Minutos después llegó la policía y y lo encontraron sentado en el suelo, con la mirada en el vacío, en shock.

Uno de los agentes se acercó a él.

--¿Sabe usted que cojones a ocurrido aquí?—le preguntó.

El hombre le miró con los ojos acuosos, vacíos de expresión, parecía comprender que aquella mujer, o lo que fuera, quería que contase su historia, que confesase su pecado, su delito, como una última voluntad.

--Las cenizas—balbució—Han sido las cenizas.



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